«El silencio no existe… En el escenario habla mi alma, y ese respeto al silencio es capaz de tocar a la gente, más profundamente que cualquier palabra.»
Marcel Marceau
El silencio es un elemento fundamental del teatro, como lo es de la música o de la propia vida. Prueba de ello es que en el teatro de texto encontramos numerosos dramaturgos que tienen la necesidad de señalar los silencios acotándolos en sus obras. Nuestra tendencia en el escenario y fuera de él, es llenar el silencio con el gesto (podemos observar multitud de movimientos inconscientes: balancearse, retorcerse las manos, mesarse el pelo…) y, sobretodo, con la palabra. Pero ¿porqué nos incomoda el silencio?
El ruido interno y externo nos distrae, toma el hilo constante de nuestro pensamiento y lo lleva de aquí para allá sin descanso. Al acallarse el ruido no sabemos cómo comportarnos y nuestra mente se apresura a llenarla de movimiento o de palabras: más ruido, auto distracción… tememos el vacío, nuestro propio vacío, e intentamos llenarlo.
El silencio cuando se logra en profundidad nos sitúa en lo que ocurre aquí y ahora, nuestra mente se aquieta y abandona sus ficticios viajes al pasado ya inamovible y al futuro impredecible. En el silencio contactamos con la mente, con el cuerpo, con las emociones y tal vez con algo que nos trasciende, el silencio permite que oigamos alto y claro y nos facilita poder poner la mirada en el otro y en la experiencia que sea que compartimos en ese momento.
Mientras que la palabra es la manifestación de la racionalidad, el silencio permite transitar el espacio vivencial de la experiencia y la interacción tal y como se presenta, sin la constante mediación de nuestra lógica o nuestras preocupaciones.
En el escenario, la mente racional va a traicionarnos más que ayudarnos y, por eso, el silencio es un elemento imprescindible para la construcción del personaje y de la escena.
Por supuesto, es imposible desconectar la mente y los actores necesitan de racionalidad ya que pueden existir consignas técnicas que sea imprescindible cumplir: recordar el texto, situarse sobre una determinada marca, colocarse bajo los focos, seguir una coreografía de espadas… La mente activa y práctica es necesaria, pero hay que acostumbrarla a que deje espacio al silencio, a la nada, al vacío. Debe conocer y saber de memoria un texto, pero debe encontrarse en un estado suficientemente vacuo para dejar que las palabras fluyan como si fuera la primera vez que son pensadas y pronunciadas y para encajar las palabras y la actitud del otro del mismo modo.
Ponemos el piloto automático, pero esta vez, en lugar de ponerlo sobre las emociones y sobre la vivencia del preciso instante en que nos encontramos como solemos hacer, lo ponemos sobre la mente práctica: sabe lo que tiene que hacer, que lo haga, pero sin copar nuestra atención. El silencio permite el contacto con mi emoción y con la del otro, permite acoger lo que el otro me propone sin prejuicio ni anticipación y reaccionar tal y como surge del momento y del contacto.
El silencio es necesario para que ocurra lo que llamamos la magia del teatro: los actores se encuentran casi vacíos de sí mismos y se llenan de lo que ocurre a su alrededor, son receptivos al impacto que causan en ellos mismos los demás, con sus palabras, sus gestos o sus propios silencios. El silencio es un canal abierto a que pueda ocurrir cualquier cosa, un canal generoso con el otro y con uno mismo, es estar presente desde más allá de la mente y la acción cotidiana, es estar presente con conciencia y apertura para permitirnos darnos cuenta de todo lo que pasa, cuando supuestamente no pasa nada y todo puede suceder.