«El teatro es el arte de reflejar la vida. El teatro, como expresó Nerón, es un mar de fuerzas humanas. Esta idea, a pesar de los siglos que han pasado desde los tiempos de Nerón, sigue siendo válida en la actualidad.»
K. Stanislavski
El teatro en su faceta terapéutica, a menudo se identifica con la mismísima Pandora, como si su fin fuera abrir la caja de todos los males que cada uno lleva dentro.
La verdad, en el escenario puede pasar cualquier cosa. Pero igual de cierto es que la mayor parte de lo que ocurre lo vamos a recordar después con alegría -y lo decimos con conocimiento de causa-.
Entrar en el juego teatral es algo que nos causa temor y fascinación a la vez.
Temor porque nos exponemos a la mirada del otro, ponemos nuestra capacidad de sentir y transmitir emociones frente a la opinión de los demás.
Tememos fracasar, no ser suficientemente buenos, no llegar a irradiar lo que le ocurre a nuestro personaje, quedarnos sin saber qué decir, no saber dónde poner las manos… cavilaciones sobre lo que aún no ha ocurrido, preocupaciones muy humanas.
Pero también nos fascina porque conocemos la sensación de perder la noción del tiempo y la realidad por unos instantes, de estar concentrados en encarnar un alter ego y olvidarnos de nosotros mismos. Porque todos hemos hecho auténtico teatro millones de veces en nuestra vida aunque puede que sin público: de pequeños, y no tan pequeños, hemos sido la princesa más bonita del baile o el guerrero más temible, el mago que hace imposibles, la doctora que todo lo cura, el profesor más sabio o la arqueóloga que hace un gran descubrimiento. Y lo hemos hecho de óscar.
No hay premio, ni estatuilla, puede que ni siquiera el aplauso, sólo esa sensación tan singular que proporciona el habernos puesto en otra piel, sin un objetivo predefinido y sin juicios de valor, olvidándonos de nuestra propia piel por unos instantes.
Nos ubicamos en el aquí y el ahora por completo, dejando que las palabras y las acciones fluyan, olvidándonos de dirigir y preocupándonos sólo por ser, abandonándonos a ésta corriente que hemos creado pero que no controlamos.
Dejamos que las cosas ocurran, pasamos a formar parte de la realidad que se genera, la situación y nosotros nos retroalimentamos, nos adaptamos a cada novedad y volvemos a actuar, todo cambia de nuevo… Navegamos entre la realidad y la ficción: nosotros somos reales, los ojos que nos miran, las voces que nos hablan, todo lo que surge proviene de algún espacio interior, nuestro o ajeno. Y es posible que aflore algo que nos haga sentir incómodos, frágiles o viles. Y todo lo contrario, que surja la fortaleza, la generosidad, la belleza…
Porque el teatro terapéutico, se practica con red.
El público no ha comprado una entrada, es un público cómplice.
No hay un director que nos dirige a un resultado, se nos impulsa a buscar y a encontrar.
Es ficción, una realidad efímera sin sanciones que temer, que nos deja ir tan lejos como nos permitamos.
Y el periódico no va a publicar una crítica sobre nuestra interpretación, ocurre algo mucho más importante: desde la seguridad del grupo, el acompañamiento del terapeuta y a través de la vivencia de nuestro personaje, podemos observar nuestras propias respuestas defensivas, nuestros automatismos, nuestra rigidez. Y una vez descubiertos y hechos conscientes, no volvemos a ser los mismos.
El escenario lo acoge todo, lo permite todo, lo mira todo sin prejuicio ni crítica, se limita a ofrecerte un espacio y un tiempo: aquí y ahora. El teatro te brinda la oportunidad de actuar.
A ti.
Aquí.
Ahora.