El teatro es una experiencia colectiva, de eso no hay duda. Por definición las artes escénicas requieren al menos de un intérprete y al menos de una persona en el lugar del público.
En el caso del trabajo teatral terapéutico, el grupo cobra una gran importancia ya que los participantes del grupo asumen una diversidad de roles, algunos de forma consciente y otros sin darse cuenta.
La máscara y el público
El grupo en el espacio de teatro, permite crear un ecosistema de trabajo análogo al entorno social, en el que las personas estamos en constante relación e interacción. Es frente a los otros, cuando surge la necesidad de usar “nuestras máscaras”. Estamos costumbrados a mostrar una construcción del yo que llevamos desarrollando desde que existimos, y esto va a surgir automáticamente frente al grupo, en forma de acción, emoción, huida, defensa… aunque estemos intentando bajar la guardia y disfrutar.
El grupo, como nuestro entorno mismo, hace aflorar nuestros miedos, inseguridades, la necesidad de protegernos, aparentar todo lo contrario, o incluso, la necesidad de recrearnos en un estatus emocional determinado. En cierta manera los demás son el elemento que nos lleva a creer en nuestra máscara como necesaria ¿Pero es realmente así?
El engaño auténtico
Hay que tener en cuenta que el grupo que se reúne para la experiencia teatral no es un grupo corriente. Aunque su configuración es en principio aleatoria, no lo es de la misma forma casual que el grupo que forma el público de un espectáculo.
Se trata de la reunión de personas que con motivaciones, realidades y bagajes diversos, que coinciden en éste espacio y en éste tiempo, y se alinean con la dinámica de trabajo del teatro terapéutico. Este grupo de personas vienen a escuchar, a escuchar a todos y cada uno de los participantes, a prestar su generosa atención a los aspectos de las personas que se muestran frente al grupo: ¡sí, cada uno también es público! Y está ahí para pensar y emocionarse, con la palabra y el gesto, para dejarse engañar, pero ojo, sólo por la autenticidad de la ficción y de la realidad. Así es el público, disfruta cuando las cosas adquieren realidad y suceden con verdad ante sus ojos.
En el teatro terapéutico descansamos de nuestra máscara jugando a ponernos otras, las de los personajes, y a medida que vamos ganando confianza, nos olvidamos de nuestra máscara dejándonos ver sin más.
Observamos en los personajes que creamos algunas de las cosas que vendemos como propias y algunas de las que nos censuramos o criticamos. El grupo con su mirada, sus sensaciones, sus análisis, nos devuelve lo que ha sentido, lo que ha vivido frente a ese yo, real e imaginario, que le hemos mostrado. Y se fomenta siempre esta mirada con el respeto y la alegría de estar compartiendo un espacio de libertad pero también de intimidad. La imagen que nos devuelve el grupo es nuestra mirada imposible, es nuestro reflejo, que se nos hace difícil ver, con nuestros propios ojos.
La honestidad del espejo
El grupo como tal, parece un niño, directo y honesto, que nos devuelve esa imagen que estamos proyectando tanto desde el personaje en escena, como desde nuestras construcciones personales. Y, como el niño, el grupo no siempre es consciente de lo que sabe y de lo que descubre, de su sabiduría, pero la expresa y la transmite en las diferentes dinámicas que se desarrollan, y esto tiene un efecto sobre cada uno de los miembros que lo componen.
El reflejo que el grupo nos devuelve como un espejo nos señala el defecto, el automatismo, la mentira. Y a pesar de ello es acogedor y confortable, ya sabemos que nadie está libre de defecto, automatismo y mentira, y que todos albergamos también virtudes, espontaneidad y verdad reflejadas en el mismo espejo. Es por eso que en el reflejo del grupo, nos vemos más completamente que nunca.